La historia es la
siguiente, según lo cuenta Baillet en su Vie de M. Descartes.
Descartes, que tenía unos veintiséis años, se hallaba como siempre
viajando (pues era inquieto como una hiena), y al llegar al Elba, ya
sea en Gluckstadt o en Hamburgo, tomó una embarcación para
Friezland oriental. Nadie se ha enterado nunca de lo que podía
buscar en Friezland oriental y tal vez él se hiciera la misma
pregunta ya que, al llegar a Embden, decidió dirigirse al instante a
Friezland occidental, y siendo demasiado impaciente para tolerar
cualquier demora, alquiló una barca y contrató a unos cuantos
marineros. Tan pronto habían salido al mar cuando hizo un agradable
descubrimiento, a saber que se había encerrado en una guarida de
asesinos. Se dio cuenta, dice M. Baillet, que su tripulación estaba
formada por des scélérats, no aficionados, señores, como lo somos
nosotros, sino profesionales cuya máxima ambición, por el momento,
era degollarlo. La historia es demasiado amena para resumirla, y a
continuación la traduzco cuidadosamente del original francés de la
biografía: «M. Des Cartes no tenía más compañía que su criado,
con quien conversaba en francés. Los marineros, creyendo que se
trataba de un comerciante y no de un caballero, pensaron que llevaría
dinero consigo y pronto llegaron a una decisión que no era en modo
alguno ventajosa para su bolsa. Entre los ladrones de mar y los
ladrones de bosques hay esta diferencia, que los últimos pueden
perdonar la vida a sus víctimas sin peligro para ellos, en tanto que
si los otros llevan a sus pasajeros a la costa corren grave peligro
de ir a parar a la cárcel. La tripulación de M. Descartes tomó sus
precauciones para evitar todo riesgo de esta naturaleza. Lo suponía
un extranjero venido de lejos, sin relaciones en el país, y se
dijeron que nadie se daría el trabajo de averiguar su paradero
cuando desapareciera «(quand il viendroit à manquer)». Piensen,
señores en estos perros de Friezland que hablan de un filósofo como
si fuera una barrica de ron consignada a un barco de carga. «Notaron
que era de carácter manso y paciente y, juzgándolo por la gentileza
de su comportamiento y la cortesía de su trato, se imaginaron que
debía ser un joven inexperimentado, sin situación ni raíces en la
vida, y conclyeron que les sería fácil quitarle la vida. No
tuvieron empacho en discutir la cuestión en presencia suya por no
creer que entendiese otro idioma además del que empleaba paa hablar
con su criado: como resultado de sus deliberaciones decidieron
asesinarlo, arrojar sus restos al mar y dividirse el
botín».
Perdonen que me ría, caballeros, pero a decir verdad me río siempre que recuerdo esta historia, en la que hay dos cosas que me parecen muy cómicas. Una de ellas es el miedo pánico de Descartes, a quien se le debieron poner los pelos de punta, como suele decirse, ante el pequeño drama de su propia muerte, funeral, herencia y administración de bienes. Pero hay otro aspecto que me parece aún más gracioso, y es que si los mastines de Friezland hubieran estado «a la altura», no tendríamos filosofía cartesiana y, habiada cuenta de la infinidad de libros que ésta ha producido, dejaré que cualquier respetable fabricante de baúles nos explique cómo nos hubiera ido sin ella.
Pero sigamos adelante: a pesar de su miedo cerval, Descartes demostró estar dispuesto a luchar y con ello intimidó a la canalla anticartesiana. «viendo que no se trataba de una broma» -dcie M. Baillet-, «M. Descartes se puso de pie de un salto, adoptó una expresión severa que estos miserables no le conocían y, dirigiéndose a ellos en su propio idioma, los amenazó con atravesarlos de parte a parte si se atrevían a ofenderlo en lo que fuera». Sin duda para los viles rufianes hubiese sido un honor muy superior a sus méritos el quedar ensartados como pajaritos en una espada cartesiana, y me alegro que M. Descartes no cumpliara su amenaza, robándole así sus presas a la horca, sobre todo cuando pienso que, tras asesinar a la tripulación, no hubiera conseguido regresar a puerto: habría quedado navegando eternamente en el Zuyder Zee para que los marineros lo tomaran por el Holandés Volador que volvía a casa. «El valor que mostró M. Descartes» -dice su biógrafo-, «obró como por arte de magia sobre los bribones. Lo súbito de la sorpresa los hundió en la más ciega consternación, por fortuna para él, y lo llevaron a su lugar de destino sin más molestias».
Perdonen que me ría, caballeros, pero a decir verdad me río siempre que recuerdo esta historia, en la que hay dos cosas que me parecen muy cómicas. Una de ellas es el miedo pánico de Descartes, a quien se le debieron poner los pelos de punta, como suele decirse, ante el pequeño drama de su propia muerte, funeral, herencia y administración de bienes. Pero hay otro aspecto que me parece aún más gracioso, y es que si los mastines de Friezland hubieran estado «a la altura», no tendríamos filosofía cartesiana y, habiada cuenta de la infinidad de libros que ésta ha producido, dejaré que cualquier respetable fabricante de baúles nos explique cómo nos hubiera ido sin ella.
Pero sigamos adelante: a pesar de su miedo cerval, Descartes demostró estar dispuesto a luchar y con ello intimidó a la canalla anticartesiana. «viendo que no se trataba de una broma» -dcie M. Baillet-, «M. Descartes se puso de pie de un salto, adoptó una expresión severa que estos miserables no le conocían y, dirigiéndose a ellos en su propio idioma, los amenazó con atravesarlos de parte a parte si se atrevían a ofenderlo en lo que fuera». Sin duda para los viles rufianes hubiese sido un honor muy superior a sus méritos el quedar ensartados como pajaritos en una espada cartesiana, y me alegro que M. Descartes no cumpliara su amenaza, robándole así sus presas a la horca, sobre todo cuando pienso que, tras asesinar a la tripulación, no hubiera conseguido regresar a puerto: habría quedado navegando eternamente en el Zuyder Zee para que los marineros lo tomaran por el Holandés Volador que volvía a casa. «El valor que mostró M. Descartes» -dice su biógrafo-, «obró como por arte de magia sobre los bribones. Lo súbito de la sorpresa los hundió en la más ciega consternación, por fortuna para él, y lo llevaron a su lugar de destino sin más molestias».
Fragmento del libro Del asesinato considerado como unade las Bellas Artes, de Thomas De Quincey.
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